Concierto
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Realidad política en La Fiesta del Chivo

Las luces del escritor Mario Vargas Llosa remueven el cieno resbaladizo de la realidad política. Apenas abrimos o reabrimos su novela fastuosa La Fiesta del Chivo, publicada en 2000, sentimos inmediatamente que nos observan. Claro, nos hablan, nos hablan, hoy especialmente. Se trata de la realidad política en la fiesta del chivo.

Que la cosa es con nosotros otra vez, nosotros, América, la América que habla, se queja y sufre en español. ¿No han sentido ustedes el peso y las vibraciones de las miradas cuando se posan sobre nosotros por ejemplo, saliendo de un lugar donde gente curiosa e imprudente se fija en uno sin recato, a punto ya de iniciar su cotilleo, su comadreo? Esa energía, ese peso no físico, extraño pero existente, tocando nuestra espalda a medida que nos alejamos…

Un marqués escritor en cabeza ajena

Eso siento yo releyendo el verbo del gran escritor peruano nacido en Arequipa en 1936 y naturalizado español, de donde le viene el título de Marqués de Vargas Llosa que luce.

En efecto, el tema de la dictadura vuelve hoy – si es que aceptamos se haya ido – al escenario latinoamericano, desde sus ópticas obvias y principales, la de la política, en su más natural cotidianidad. Y desde la de la historia y su espectro de reiteración, declarando a los cuatro vientos aquel otro horror sistemático de que “nadie aprende en cabeza ajena”.

El fantasma…

La novela de la cual les hablo y me atrevo a invitarles a ojear, hojear, leer o releer se centra en una vieja dictadura, la de Rafael Leónidas Trujillo, militarote que gobernó a República Dominicana por más de treinta años, entre 1930 y 1961. Se adentra el lector por la típica escena de esos años de la Guerra Fría, la de dictadores crueles y sin escrúpulos, de mano férrea y disponiendo del mejor servicio de inteligencia, andando de la mano – la mano derecha – con los EEUU y su apoyo inquebrantable, con tal el dictador alejara el fantasma del comunismo.

Y podemos ir al enlace: https://es.wikipedia.org/wiki/Rafael_Le%C3%B3nidas_Trujillo

A lo largo de la novela se citan otros dictadores, contemporáneos a éste: Rojas Pinilla en Colombia, Anastasio Somoza en Nicaragua, Efraín Ríos en Guatemala, Maximiliano Hernández en El Salvador o Pérez Jiménez en Venezuela…

Cómo será, cómo seremos, como seríamos, cómo fuimos, que si buscamos en la Wiki encontraremos un ranking de dictadores, disputándose todos el puesto primero, según renglón, por ejemplo: Más Violento; Mayor Número Desaparecidos; Mayor Duración, etc. ¡Buaf! Uno piensa en eso como en tiempos idos…

Y se describen personajes oscuros, como lo son casi todos los jefes de seguridad – policía política o policía de inteligencia política – bajo estos regímenes torcidos, de paso sea dicho, sus aspectos rescatables, desde otros ángulos, siempre quedan sepultados u olvidados tras la mortandad, la tortura y las desapariciones que provocaron. Una autopista no vale un muerto; un complejo de clubes no vale un desaparecido. Una vida vale todas las vidas. La de todos.

Pueden entrar también a otra interesante entrada acerca de este fenómeno político, aquí: https://salkedus.com/cada-quien-en-su-dictadura/

Les invito al escenario. A la realidad política en la fiesta del chivo. Ya está listo el decorado y las luces. Los actores esperando indicaciones. Pura realidad en la fiesta del chivo. Porque nn este fragmento hay tres hombres: el jefe de seguridad, Abbes García, un tal mayor Figueroa Carrión y el teniente García Guerrero (o Amadito, centro de las dos escenas montadas aquí en paralelo por el escritor).

“Abbes García se salió de la carretera y el jeep brincó y se sacudió como si fuera a desintegrarse por el descampado de yerba alta y pedruscos que cruzaba, seguido de cerca por el jeep del mayor, cuyos faros los iluminaban. Estaba oscuro, pero el teniente supo que avanzaban paralelos al mar porque el estruendo de las olas se había acercado hasta meterse en sus orejas. Le pareció que contorneaban el pequeño puerto de La Caleta. Apenas se detuvo el jeep, dejó de llover. El coronel se apeó de un salto y Amadito lo imitó. Los dos guardias estaban adiestrados, pues, sin esperar órdenes, bajaron a empujones al prisionero. A la luz de un relámpago, el teniente vio que el amordazado estaba sin zapatos. Todo el trayecto, había mantenido absoluta docilidad, pero, apenas pisó el suelo, como tomando por fin conciencia de lo que iba a ocurrirle, comenzó a retorcerse, a rugir, tratando de zafarse de las ligaduras y de la mordaza. Amadito, que hasta entonces había evitado mirarlo, observó los movimientos convulsivos de su cabeza, queriendo liberar su boca, decir algo, tal vez rogar que se apiadaran de él, tal vez maldecirlos.

(Punto y aparte nuestro) «¿Y si saco el revólver y disparo contra el coronel, el mayor y los dos guardias y dejo que se fugue?», pensó. –En vez de uno, habría dos muertos en el farallón -dijo Salvador. –Menos mal que paró de llover -se quejó el mayor Figueroa Carrión, apeándose-. Me empapé, coño. –¿Tiene usted ahí su arma? -preguntó el coronel Abbes García-. No haga sufrir más al pobre diablo. Amadito asintió, sin decir palabra. Dio unos pasos hasta ponerse junto al prisionero. Los soldados lo soltaron y se apartaron. El tipo no se echó a correr, como Amadito pensó que haría. No le obedecerían las piernas, el miedo lo mantendría atornillado a las yerbas y el barro de ese descampado donde el viento soplaba con brío. Pero, aunque no intentó huir, siguió moviendo la cabeza, con desesperación, a derecha e izquierda, arriba y abajo, en su inútil empeño por desprenderse de la mordaza. Emitía un rugido entrecortado.

Pistola en la sien

(Punto y aparte nuestro) El teniente García Guerrero le puso el caño de su pistola en la sien y disparó. El tiro lo ensordeció y le hizo cerrar los ojos, un segundo. –Remátelo -dijo Abbes García-. Nunca se sabe. Amadito, inclinándose, palpó la cabeza del tendido -estaba quieto y mudo- y volvió a disparar, a quemarropa. -Ahora sí -dijo el coronel, cogiéndolo del brazo y empujándolo hacia el jeep del mayor Figueroa Carrión-. Los guardias saben lo que tienen que hacer. Vámonos donde Puchita, a calentar el cuerpo.”

Y más adelante, Vargas Llosa cierra la escena con este diálogo:

“Salieron los tres hasta la puerta. Allí estaba, esperando a Johnny Abbes, su Cadillac negro blindado, con chofer, y un jeep con una escolta de guardaespaldas armados. El coronel le dio la mano.

–¿No tiene curiosidad por saber quién era ése?

–Prefiero no saberlo, mi coronel.

La cara fofa de Abbes García se distendió en una risita irónica, mientras se secaba la cara con su pañuelo color fuego:

–Qué fácil sería, si uno hiciera estas cosas sin saber de quién se trata. No me joda, teniente. Si uno se tira al agua, tiene que mojarse. Era uno del 14 de junio[1], el hermanito de su ex novia, creo. ¿Luisa Gil, no? Bueno, hasta cualquier rato, ya haremos cosas juntos. Si me necesita, sabe dónde encontrarme.»

Les invito a la fiesta, a La Fiesta del Chivo. Que no es fiesta, por cierto. La obra sí pero los hechos históricos narrados no. En físico, por la Editorial Alfaguara. Y en PDF, de donde extraje los fragmentos citados.

[1] Movimiento político de oposición y resistencia contra Trujillo

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