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Casas Muertas, ya cerca, muy cerca estamos…

Casas Muertas es una novela de MOS, de Miguel Otero Silva, escritor venezolano nacido en Barcelona, estado Anzoátegui en 1908, fallecido en Caracas en 1985, y aunque fue publicada en 1955, se refiere a la época durante el régimen de Juan Vicente Gómez (1908-1935). Nos describe escenas tristes y desoladoras, llenas de gente muriendo por paludismo o malaria… Unos tiempos que creímos idos una vez pero como cosa increíble, han regresado, desafiando los tiempos históricos. Cerca estamos…

Cerca estamos, bajo la muy vieja teoría de los ciclos. O bajo aquella condena eterna de la repetición de la historia… No lo sé, al menos yo no lo sé.

Sin creatividad, nosotros

No obstante prefiero ver la perspectiva de Toynbee y su idea de que una ausencia permanente de estímulos importantes inhibe la creatividad, quedando la sociedad truncada, conformándose con lo mismo siempre. En el caso de este país llamado Venezuela, la abundancia de recursos naturales, desde siempre, desde los ostrales en Cubagua, en la época colonial, hasta hoy con el petróleo y otros minerales,  ha preferido extraer y vender, sin desarrollar industrias que muevan las riquezas… No lo sé.

Los invito a Ortiz

Dejo el turno a la pluma de Miguel Otero Silva. Sus escenas se refirieron a principios del siglo veinte, cuando el país vivía en un contexto rural o semirrural, una Venezuela agraria, de agricultura de conuco o de tipo extensiva, sin tecnificar, produciendo café para exportar. Los parecidos son escalofriantes porque en esos tiempos no había aún estructura productiva. Estaba todo por hacerse. La política la regía un solo hombre, un dictador… Pero ahora, pero ahora…

Los invito a Ortiz, el pueblo de las casas muertas, en el llano, en cualquier parte. Autoritarismo, enfermedad…

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“El camión amarillento, dieciséis estudiantes, doce soldados, un capitán de uniforme y un coronel tuerto vestido de civil, siguió por el camino delos Llanos, dando tumbos entre los baches, levantando nubarrones de polvo reseco y caliente. En Ortiz quedó su huella perdurando largas horas.

En la bodega de Epifanio, en la casa parroquial, en el patio de las Villena, en la escuela de la señorita Berenice, en la Jefatura Civil, no se habló de otra cosa durante todo el día.

— ¡Pobrecitos! — sollozaba Hermelinda entre palmas marchitas de un Domingo de Ramos y velas apagadas a medio consumir—. Son casi unos niños, padre Pernía. Santa Rosa los acompañe…

—Dios mismo los acompañe —respondía el padre Pernía preocupado.

— Por el camino que se fueron no queda sino Palenque, que es la muerte.

¿La muerte? Ese era el tema, la muerte. De los trabajos forzados de Palenque, moridero de delincuentes, regresaban muy pocos. Y esos pocos que lograban volver eran sombras desteñidas, esqueletos vagabundos, con la muerte caminando por dentro.

— No regresarán — gruñía enfurecido el señor Cartaya en el patio de las Villena—. Los matarán a latigazos y los enterrarán en la sabana.

— ¡Hay que hacer algo! — añadía Sebastián apretando los puños, agobiado por la pesada certidumbre de que nada podían hacer.

Panchito refirió cuanto sabía de aquellos presidios: Palenque, la China, el Coco. Su mujer lloró al escucharlo. Marta estaba embarazada y seguía siendo linda con su barriguita, su caminar pausado y su llanto por los estudiantes presos.

— Los tiran a dormir en el suelo, les remachan grilletes en los pies, los sacan a trabajar desde la madrugada, les caen a latigazos si intentan descansar, los matan de hambre, les pega el paludismo, los revienta el sol — enumeraba Panchito implacablemente.

Y Martica se enjugaba las lágrimas en el extremo de la manga, como ayer, cuando él encontró una calavera en las bóvedas del viejo cementerio.

— Deben haberse puesto feas las cosas en Caracas cuando mandan los estudiantes a morirse en Palenque — opinaba Pericote en la bodega de Epifanio.

— Mejor es que no te pongas a hablar pendejadas —le aconsejaba el bodeguero—. Si así tratan a los estudiantes, ¿qué dejan para nosotros?

Y los dos se quedaron mirando en silencio el vuelo de una mosca gorda y verdosa que llegó atraída por el vaho de las sardinas rancias.

— ¿Qué se estarán creyendo esos cagaleches? — denostaba el coronel Cubillos en la Jefatura, con el secretario y dos policías como auditorio.

— ¿Que van a tumbar el general Gómez con papelitos? En la carretera van a saber cómo se bate el cobre.

— Sí, coronel —musitaba rastreramente el secretario.

—Fusilarlos es lo que ha debido hacer el general Gómez para que se acabara la guachafita. Los pone en la Universidad, les paga los estudios y ahora le salen con protestas. ¡Son unos malagradecidos!

— Sí, coronel —volvía a decir el secretario.

Pero el coronel se dirigía ahora a uno de los policías.

— ¿Usted se fijó, Juan de Dios, en el Sebastiancito ese de Parapara?

Hablando bajito con los presos y con cara de arrecho, como si no le gustara que se los llevaran. Ese como que no sabe quién es el coronel Cubillos. Si me vuelve a jurungar, le pego un mecate y lo mando amarrado a Palenque para que aprenda a respetar. Como dos y dos son cuatro.— Sí, coronel —repetía el secretario.

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En el autobús amarillento que corría desalado por los Llanos no se hablaba de la propia desventura sino de la ya consumada desventura de Ortiz y su gente. No bien se perdieron en el polvo las últimas ruinas, uno de los estudiantes, el regordete de los grandes anteojos, exclamó:

— ¡Qué espanto de pueblo! Está habitado por fantasmas.

Y el del sincero rostro redondo:

— ¿Y las casas? Más duelen las casas. Parece una ciudad saqueada por una horda.

Y el mulato corpulento, estudiante de medicina:

— Una horda de anofeles. El paludismo la destruyó.

Y el de la nariz respingada y ojos burlones:

— ¡Pobre gente! Y se les nota que son buenos.

Y el que llevaba el sombrero de Sebastián:

— La gente siempre es buena en esta tierra. Los malos no son gente.

Callaron un rato porque Varela los miró torcidamente después de esta frase. El autobús atravesaba un brazo de sabana amarilla, agrietada y áspera. Era un paisaje arañado por un árbol espinoso y polvoriento, ensombrecido por el esqueleto de una vaca, aún con piltrafas de cuero entre las costillas.

El de la cerrada barba dijo mucho después:

— ¿Y los niños de aquel pueblo? Tienen el color de la tierra que

se comen.

Y el retaco de la voz detonante:

— Son saquitos de anquilostomas.

Y el de las patillas de prócer:

— Crecen descalzos, con los pies llenos de niguas.

Y el del perfil autoritario:

— ¡Malditos sean los culpables!”

Para leer más sobre el tema, vaya a: El Otoño del Patriarca, una dictadura

Miguel Otero Silva, Casas Muertas, Biblioteca Ayacucho, vol. 111, Caracas, 1985. Pp. 53-55.

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