AlPieDeLaLetra

Calor «garciamarquiano»

Calores del febrero de ahora, ensoberbecidos contra una Mérida otrora húmeda y fresca, más acuosa y menos palpitante que el rechinar de la calina sobre nuestras extrañadas nucas, me han devuelto a una página de García Márquez dibujada sobre el pertinaz reverbero de un no se sabe dónde ni cuándo de calor que ni Macondo pudiera ya identificar.

Ni la viuda de Montiel, ni Eréndira, ni Amaranta Úrsula, ni el padre Ángel, ni Melquiades con su magia siquiera, pudieran devolver o hacer regresar a la Mérida de aquellos fríos voluptuosos y redondos, neblinosos de moho y trigo que siempre en blanco y negro condenados a ver estamos. Un calor sin familiar ni pariente a ningún costado, vuelto hacia sí mismo como esos taciturnos personajes que me llevan a ofrecerles mi Al Pie de la Letra de hoy, una amarillenta hoja de su cuento La Siesta del Martes, para su cálido disfrute, invitándoles a seguir la lectura completa:

“El tren acabó de pitar y disminuyó la marcha. Un momento después se detuvo.

No había nadie en la estación. Del otro lado de la calle, en la acera som-breada por los almendros, sólo estaba abierto el salón de billar. El pueblo flotaba en el calor. La mujer y la niña descendieron del tren, atravesaron la estación abandonada cuyas baldosas empezaban a cuartearse por la pre-sión de la hierba, y cruzaron la calle hasta la acera de sombra.

Eran casi las dos. A esa hora, agobiado por el sopor, el pueblo hacía la siesta. Los almacenes, las oficinas públicas, la escuela municipal, se cerraban desde las once y no volvían a abrirse hasta un poco antes de las cuatro, cuando pasaba el tren de regreso. Sólo permanecían abiertos el hotel frente a la estación, su cantina y su salón de billar, y la oficina del telégrafo a un lado de la plaza. Las casas, en su mayoría construidas sobre el modelo de la compañía bananera, tenían las puertas cerradas por dentro y las persianas bajas. En algunas hacía tanto calor que sus habitantes almorzaban en el pa-tio. Otros recostaban un asiento a la sombra de los almendros y hacían la siesta en plena calle.”

Cada libro esperando está. No lo dejemos plantado.

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