Julio Cortázar (Bruselas, 1914; París, 1984), reconocido escritor argentino, en su La Autopista del Sur, uno de los numerosos cuentos por él escritos, nos narra un enorme atolladero o tranca de vehículos en una importante autopista francesa, vía París.
La enorme cola, de varios días, meses mejor dicho, se convierte gracias a las iniciativas de algunos conductores, en un punto de encuentro, algunos muy cálidos – y de desencuentros también –, que Cortázar aprovecha para meterse en la cotidianidad explorando la capacidad humana para la adaptación.
Vivir en mi carro
Es una situación límite en la cual pasajeros y conductores, impedidos de abandonar la gran arteria vial, se ven en la necesidad de organizarse para conseguir alimento y agua; incluso para improvisar en uno de los carros un hospital, otro como despensa, etc.
La gente entonces, organiza turnos y grupos para la comida, el descanso, aliviar la vejiga y los intestinos, tratando de escapar del desastre socio-psicológico de vivir dentro de su respectivo automóvil, viviendo, con énfasis lo digo, prendiéndolo y apagándolo a cada instante, tras avanzar unos cuantos metros en pos de su destino…
Cortázar nos dice entonces:
“Era difícil reunirse para discutir, porque hacía tanto frío que nadie abandonaba los autos como no fuera por un motivo imperioso. Las baterías empezaban a descargarse y no se podía hacer funcionar todo el tiempo la calefacción; Taunus* decidió que los dos coches mejor equipados se reservarían llegado el caso para los enfermos. Envueltos en mantas (los muchachos del Simca* habían arrancado el tapizado de su auto para fabricarse chalecos y gorros, y otros empezaron a imitarlos), cada uno trataba de abrir lo menos posible las portezuelas para conservar el calor. En alguna de esas noches heladas el ingeniero oyó llorar ahogadamente a la muchacha del Dauphine*. Sin hacer ruido, abrió poco a poco la portezuela y tanteó en la sombra hasta rozar una mejilla mojada. Casi sin resonancia la chica se dejó atraer al 404*; el ingeniero la ayudó a tenderse en la cucheta, la abrigó con la única manta y le echó encima su gabardina. La oscuridad era más densa en el coche ambulancia, con sus ventanillas tapadas por las lonas de la tienda. En algún momento el ingeniero bajó los dos parasoles y colgó de ellos su camisa y un pulóver para aislar completamente el auto.”