Casi como en la Venezuela actual. ¿O no? Y como para recrear una terrible experiencia en excelente prosa, aparecen bajo estas líneas jefes de pabellones, cabezas de mafias carceleras y mucho más. En medio de la ruindad y la venganza, las burlas y las muchas cuchilladas, el tráfico del más oscuro y las sórdidas jerarquías…
Tales figuras se abalanzan sobre el lector de la detallada y profunda novela de Fedor Dostoievski, Recuerdos de la Casa de la Muerte, llamada también según versiones y traducciones, Memorias de la Casa Muerta o Memorias de la Casa de los Muertos, en la cual se vive la experiencia diaria de los presos y confinados de la triste y enorme mazmorra de Siberia, en Rusia.
Sobre el gran novelista, véase: https://es.wikipedia.org/wiki/Fi%C3%B3dor_Dostoyevski
¡Preso el autor!
Humedades, hielo, madera qué quemar, piedras y arena para acarrear, naufragios, muerte impúdica, soledad sin fin y rutinas sin utilidad ni sentido, forman parte de la vida de sus personajes, míseros desechos sociales echados a la ciudadela de aquel confín boreal. La obra es un informe dramático, sistemático y rotundo, del presidio en ella sufrido por el propio Dostoievski hacia finales de 1849, quien sin poder ocultarlo ante la sociedad rusa de su tiempo, hubo de vivir el desahogo de narrar su experiencia en la forma en que pocos saben hacerlo: desde el interior de la mazmorra; y desde el interior del alma de cada personaje…
Aquel emporio de criminales:
“Nuestro presidio estaba situado en un ángulo de la ciudadela; detrás de los baluartes. Si se mira por los intersticios de la empalizada con la esperanza de ver algo, no se divisa otra cosa que un jirón de cielo y otro baluarte de tierra cubierto de altas hierbas de la estepa. De día y de noche, constantemente, lo recorren en todas direcciones los vigilantes y centinelas. Se piensa entonces en que transcurrirán así años y años, mirando siempre por la misma hendidura y viendo el mismo baluarte, los mismos centinelas y el mismo jirón de cielo, no del que se extiende sobre el presidio, sino de otro cielo lejano y libre.”
Y enterémonos de cómo era el régimen de control allí dentro…
“Los penados estaban clasificados por categorías en razón a la gravedad de su delito y, por consiguiente, de la duración de la condena. Todos, o casi todos los delitos, estaban representados en la población de aquella penitenciaría, compuesta, en su mayor parte, de deportados civiles, condenados a trabajos forzados (gravemente condenados, como se decía en la jerigonza del presidio).
«Estos delincuentes estaban privados de todos los derechos civiles, eran miembros corrompidos de la sociedad que los seccionaba de su cuerpo después de haberlos marcado en la frente con el hierro candente que debía testificar perpetuamente y en forma visible su oprobio. Permanecían en el presidio por un espacio de tiempo que oscilaba entre los ocho y los doce años. Cumplida su condena eran enviados a un cantón siberiano donde se les inscribía en concepto de colonos.”
«La mayor parte de los presidiarios era pervertida y depravada y de aquí que las calumnias y los insultos lloviesen como granizo.»
Nuestra vida era infernal, insufrible, y, sin embargo, nadie se hubiera atrevido a sublevarse contra los reglamentos interiores del penal y las costumbres establecidas.
Por esta razón todos se sometían de buen o mal grado. Ciertos caracteres intratables no se doblegaban fácilmente, pero acababan por doblegarse. Forzados que, mientras estuvieron en libertad, habían colmado todas las medidas e, impulsados por su vanidad sobreexcitada, habían cometido los más horribles delitos, siendo la pesadilla, el terror y el espanto de comarcas enteras, quedaban domados en poco tiempo merced a nuestro régimen penitenciario.”
Dostoievski, el psicólogo de los sufrientes
Y Dostoievski, el mejor psicólogo, nos refunde y nos toma para conducirnos tras los muros, en medio del espíritu de aquéllos:
“Más de una vez me llenó de estupor al ver que me robaba a pesar del afecto que me tenía. Esto lo hacía por capricho. Así me robó la Biblia que yo le había entregado para que la llevase a mi sitio en el pabellón. La distancia era muy corta, pero, a mitad del camino, encontró un comprador, le vendió mi libro, y gastó en seguida en aguardiente su importe. Probablemente sentía en aquel momento un deseo vivísimo de echarse un trago, y cuando deseaba algo, forzoso era que lo consiguiese. Un individuo como Petrov, es capaz de asesinar a un hombre por veinticinco kopeks, únicamente con objeto de comprarse un cuarto de litro de aguardiente: y en otras ocasiones despreciaría centenares de miles de rublos.
«La misma tarde me confesó el hurto que había hecho, pero sin asomo de arrepentimiento ni confusión, como si se tratase de la cosa más natural del mundo. Quise reprenderle, como merecía, porque echaba muy de menos mi Biblia, y él me escuchó sin pestañear, conviniendo conmigo en que la Biblia era un libro precioso y utilísimo cuya pérdida era de sentir, por lo cual acompañábame en mi sentimiento. Aproveché esta buena disposición para continuar mis reproches, pero observé en su mirada tal fijeza que heló las palabras en mis labios.”
Jirones de gente en un patio
Las citas precedentes ilustran la terrible experiencia que hubo de vivir el escritor de estas líneas, profusas de temores, de incertidumbre y del gelatinoso peso del encierro.
El personaje central es Alejandro Petróvich, un noble de la época condenado a trabajos forzados bajo la mano de la autoridad política del régimen del zar Nicolás I (1796-1855). (In)creíble novela, hecha de jirones de gente, de presidiarios comunes y de condenados ideológicos, mezclados en la misma mazmorra y calabozos de la «casa de la muerte», en la Rusia decimonónica,
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La historia pone en evidencia argucias, trampas, componendas, crímenes, mañas y tratos habidos entre internos, así como entre éstos y sus carceleros.