Dudo entre ponerme a escribir o dejar que la brisa, el tiempo y unos instantes de vida me corran por la piel. Es que de nuevo estoy contemplando una hermosísima tarde de las cinco y cincuenta minutos, que no cabe casi en mí, vista desde mi balcón de tejados y sonidos caseros. De nuevo pintas, tiempo.
Un dilema de lápiz y de tiempo se apuesta a mi alrededor sin dejarme ni escribir ni contemplar. Opto por contemplar, pero oh Dios, sigo aquí sentado escribiendo y mientras tanto la brisa penetra a mi estudio gritando: ¡detente, detente tonto! Un simple momento, un simple momento como éste, es un lujo . De nuevo pintas, tiempo.
El Lenguaje es vino sobre los labios. Virginia Woolf
Universo y montaña, todo es uno…
Ya entiendo qué es el Universo: ni siquiera ocupa espacio; tiene que ver con instantes sumados indefinidamente y ofreciendo sus vértigos de emociones azulosas y sepias a través de mi persiana de fibra s vegetales. Salgo de nuevo a mi balcón, contemplo una palmera que soberbia se arremolina y me doy cuenta no sin cierto miedo, que yo – simple y común humano de estos tiempos – respiro gracias a ella. Sus verdores se suman a los azules que sin fatiga ascienden la eterna montaña. Sus verdes decoloran con el movimiento que marca mi reloj electrónico de pulsera.
Salkedus tiene otra interesante entrada respecto a la vid y a la vida: https://salkedus.com/frutos-de-la-vid-a/
Y de nuevo salto hacia mis adentros y exclamo que el reloj no es – ni remotamente – el tiempo. El reloj es una maquinita que lo mide; que mide algo y que nosotros humanos hijos del tiempo, fijamos y regulamos conforme a un estándar que sólo es nuestro.
Hay un difuminado que hizo no sé quién entre el cielo, las vaporosas nubes y el cerro. Ahora lo he llamado cerro; y hace unos instantes hablé de montaña. ¿Qué brebaje se habrá generado en mi interior para que yo hiciera semejante cambio? ¿Podrá saberse eso algún día? ¿Por qué mi arbitrariedad en cambiar no solamente el vocablo sino el género de la palabra que nombra a la cosa? Ya empiezan a aparecer los colores rosa. Primero apastelados y planos; luego purpúreos y profundos.
Acuarelas en mi vista, vinos en mi gusto
Me asalta la idea de una metáfora hermosa de tiempos y vinos. Albariño de nube; chardonay que se funde sin previo aviso – al menos sin decírmelo a mí – detrás de la palmera; burbujea ésta una esperanza de brut sin que yo pueda detener mis tristes pupilas que ya empiezan a declinar ante los rubíes mestizos del merlot de pasos dulces que se escuchan tras el niño del vecino.
Objetos de color negro que tengo en mi estudio no desarmonizan con la gala de buqués de colores que inician su fiesta; hay un carmenére vertido sobre esos objetos. El negro pinot noir de mi baranda para nada desintoniza; y no es porque lo diga: las confituras químicas que componen la pintura que un día fue líquida y que ahora inmóvil la cubre, fueron un día de yo no sé cuándo, extraídas desde un tiempo y una naturaleza que lo suministra todo.
¡Qué merezco yo si no agradezco a quien verdaderamente puede, por mis retinas, mis bastoncitos, mis lágrimas lubricantes, mis párpados, mis sencillas pupilas. Quién como el Gran Arquitecto, quiero decir? Una silueta de sangiovese, como roca fría e inmóvil sirve de escenario instantáneo y eterno a la palmera agitada. Pero se ha vuelto a derramar un jugoso naranja frente a mí; de nuevo sin que yo pueda asomar palabra o ejecutar acto alguno. La palabra es mi única arma, junto con mi vista, la cual nunca sabré celebrar suficientemente. Pero puedo degustar sin copa el alud de mostos que sin piedad – ese concepto es sólo humano – se abalanzan sobre mí. Dejé ya los verdes del oporto cuando el escenario de mi palmera dejó de matizarla ante los avances indiferentes del cabernet savignon.
La roca se ofrece en taninos, ácidos y atardeceres
La roca universal que se yergue como escenario, más bien es todo un contexto espacio-temporal, se me ha metaforizado en uvas tánicas frescas de la última vendimia, merlot eterno que ni siquiera tintinearía al servirse o ser servido… Es demasiado solemne e imponente. En medio de la montaña, de la sierra, aparece una negra entrada de no sé qué tiempos, invocando hacia viñedos geológicos que boquiabierto me deja. Ya no puedo seguir; no es la inspiración lo que se me agota; es la luz de ese irrepetible torrontés que ya no regresará más para este día de aquí y de ahora.
Creo que es en los atardeceres en donde convergen como gigantes, el tiempo y el espacio. No son poca cosa los terruños de grises, amarillosos rosas o complejos verdes, los que se arremolinan ante mi balcón para otorgarme otro atardecer merideño serrano. Desapareció ya el tenue acuarelado del sirah que había sido mío por un instante de vida. Pasó a ser de otro; otro gozará un atardecer; nunca como el mío; una vida es muchas vidas pero también es única e irrepetible. La sensibilidad es como el vino: viva, cerrada o abierta según el tiempo, según su fuerza y la del espacio. De nuevo pintas tiempo.
Acerca de esto de los vinos hay infinidad de material en todo lugar. Véasen por ejemplo, https://laroussecocina.mx/palabra/vino-2/