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El Médico Rob Cole, en su búsqueda del saber…

El Médico Rob Cole, en su búsqueda del saber. Es el tema de la novela El Médico, que transcurre en medio de un gran equilibrio rítmico logrado por el autor, entre miles de acciones y la búsqueda de los saberes de la medicina, ansiados altamente por un joven, Rob J. Cole, protagonista y quien desata esta tremenda historia cuando decide emprender aquel largo viaje desde su tierra natal, la Inglaterra del siglo XI, en búsqueda de Avicena y de su madraza o Escuela de Medicina, allá en el Mediano Oriente, en Persia (hoy Irán), para hallar el saber de curar, de aprender a sanar el cuerpo enfermo…

Avicena

Sí, Avicena, históricamente existente, matemático, filósofo, astrónomo que vivió en la antigua Persia y uno de los primeros sabios practicantes y enseñantes de la medicina, basándose en la praxis cotidiana y en la observación y estudio del cuerpo humano y sus múltiples reacciones ante los procedimientos de curación descubiertos y ensayados por él y por sus discípulos, virtualmente los primeros médicos en el sentido occidental del término.

En pos de esa madraza o primera universidad del mundo o primera facultad de medicina, Noah Gordon, actualmente anciano escritor judío norteamericano nacido en 1926, autor de este denso relato de mil páginas llamado El Médico, nos hará emprender un apasionante viaje que no habrá de culminar hasta haber dado no solo con el maestro sino con el conocimiento buscado.

Hasta vencer

A lo largo del recorrido puede verse al protagonista haciendo de herrero, de ayudante de barbero, titiritero circense o cocinero, hasta lograr ser admitido como alumno de la madraza y luego como discípulo y al fin, llegando a la meta de convertirse en médico; todo en medio de disímiles y desconocidos paisajes, personajes de todo cuño, enemigos o contrafiguras que nunca faltan en la vida y en todo buen relato… Envidia y odios, amores y sobre todo, la obstinación del protagonista, resorte de la trama…

El rey de Persia, o sea el Sha

He de destacar y ofrecerles un fragmento importantísimo del relato, episodio eje de la trama, en el cual el protagonista se topa accidental y milagrosamente con el Sha de Persia, Alá-al-Dawla, Su Majestad y Rey de Reyes.

Acompañemos a Rob Cole, en su búsqueda del saber:

“Habían rodeado una curva del sendero y Rob cumplía su turno a la cabeza de la marcha cuando su burro se espantó. Por encima de ellos, en una rama gruesa, acechaba un leopardo. El burro retrocedió y, detrás de ellos, la mula captó el olor y rebuznó. Tal vez el felino percibió el miedo sobrecogedor. Mientras Rob manoteaba en busca de un arma, el animal, que le pareció monstruoso, saltó sobre él.

Una saeta larga y pesada, disparada con tremenda fuerza, dio en el ojo derecho de la bestia.

Las grandes zarpas rasgaron al pobre burro mientras el leopardo chocaba contra Rob y lo desmontaba. En un instante quedó tendido en tierra, sofocado por el olor a almizcle de la fiera. Esta quedó tendida a través de su cuerpo, de modo que Rob estaba de cara a uno de sus cuartos traseros, donde notó el lustroso pelaje negro, las nalgas moteadas, y la gran pata derecha trasera que descansaba a centímetros de su cara, con las plantas groseramente grandes e hinchadas.

Por alguna adversidad, el leopardo había perdido casi toda la garra, desde el segundo dedo de la pata, y estaba en carne viva y sanguinolenta, lo que le indicó que en el otro extremo había ojos que no eran albaricoques secos y una lengua que no era de fieltro rojo.

Salió gente de la arboleda, y entre ella el hombre que la mandaba, con el arco en la mano.

Aquel hombre iba vestido con una sencilla capa de cálico rojo, acolchado con algodón, calzas bastas, zapatos de zapa y un turbante arrollado a la ligera.

Tendría unos cuarenta años, era de estructura fuerte y porte erguido. Su barba era corta y negra y su nariz, aguileña. Los ojos le brillaban con un fulgor asesino mientras observaba cómo arrastraban sus batidores al leopardo muerto, apartándolo de aquel joven de corpulencia desmesurada.

Rob se puso en pie con dificultad, tembloroso, consiguiendo dominar sus tripas a fuerza de voluntad.

–Sujetad el condenado burro -pidió Rob, sin dirigirse a nadie en particular.

No lo entendieron ni los judíos ni los persas, porque lo había dicho inglés. En cualquier caso, el burro había retrocedido ante la maleza del bosque, en el que quizá acechaban otros peligros, pero ahora se volvió y se echó a temblar como su amo.

Lonzano se puso a su lado y gruñó algo a modo de reconocimiento. A continuación todos se arrodillaron a fin de cumplir el rito de postración que más tarde fue descrito a Rob como ratizemin, «la cara en tierra”. Lonzano lo empujó de bruces sin la menor suavidad y se cercioró, con una mano sobre su nuca, de que bajara correctamente la cabeza.

La vista de semejante ceremonia llamó la atención del cazador. Rob oyó el sonido de sus pisadas y divisó los zapatos de zapa, detenidos a escasas pulgadas de su obediente cabeza.

– Aquí tenemos una gran pantera muerta y a un Dhimmi grandullón e ignorante -comentó una voz divertida, y los zapatos se alejaron.

El cazador y los sirvientes, cargados con la presa, se marcharon sin decir una palabra más, y poco después los hombres arrodillados se incorporaron.

– ¿Estás bien? -preguntó Lonzano.

–Sí. -Rob tenía el caftán desgarrado, pero estaba ileso-. ¿Quién era?

–Es Ala-al-Dawla, Shahanshah. Rey de Reyes.

Rob fijó la vista en el camino por el que se habían marchado -¿Qué es un Dhimmi?

–Significa “Hombre del Libro”. Es el nombre que se le da aquí a un judío -dijo Lonzano.”

Citamos de la edición en físico de Ediciones Biblos S.A. Santa Fe de Bogotá, 2004, pp. 457-459.

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