Ubicada por la crítica como novela de aventuras, El Maestro de Esgrima, escrita en 1985 y publicada por vez primera en 1988, envuelve cual constrictora boa a su presa, o sea al lector, quien se verá más pronto que tarde, apadrinando o atestiguando duelos de sables y floretes en Italia, en Francia, en Inglaterra; pero sobre todo en España, donde transcurre la mayor parte de la acción. O sea, una espada y un falso amor en contra del maestro.
Su final empieza en el mismo comienzo del relato, bajo una oscura entrevista cuyo sentido sólo podrá ver el lector después de haber andado un trecho.
Por cierto, admiramos a quienes escriben así, con pasión y garra. Pero también con criterio estético. Admiro a quienes hacen lo que yo no… Y al hablar de lecturas y vidas, otro grande, Ernesto Sábato dijo grandes cosas. Admíralas haciendo clic aquí: https://salkedus.com/para-que-el-apuro/
El autor
Arturo Pérez-Reverte, periodista y escritor cartagenero (Cartagena, España, 1951) escribió esta intriga de persecución y lances de espada para hacernos tomar nuestro sillón de lectura, muy temprano de la noche y acompañar a Jaime Astarloa, viejo maestro de esgrima retirado pero el mejor entre los mejores, en sus lances con la soledad, hasta aparecer la contrafigura del relato, la bellísima, seductora, desconocida y sensual Adela de Otero…
Pérez-Reverte también es autor de la saga El capitán Alatriste, una serie de relatos ubicados en el siglo XVI, en la Europa de la época. La gran historia está llena de intrigas, desamores, espionaje y duelos de espadas, por supuesto. Podemos adelantar algo de este capután, aquí: http://www.estudiantes.info/libros/el-capitan-alatriste.htm
Pero desde El maestro de esgrima, no vaya a ser que ustedes no se aguanten, van ahora unos retazos aquí:
Espada y revolver
“El maestro de esgrima apuró la taza de café, volviendo la espalda a sus recuerdos. Permaneció después largo rato inmóvil, sin que ningún otro pensamiento turbase la paz que parecía reinar en su espíritu. Entonces dejó la taza sobre la mesa, fue hasta la cómoda y abrió un cajón, sacando de él un estuche largo y aplastado. Soltó los cierres y extrajo un pesado objeto envuelto en un paño. Al deshacer el envoltorio apareció una pistola-revólver Lefaucheux con culata de madera y capacidad para cinco cartuchos de gran calibre.
Aunque poseía aquel arma, regalo de un cliente, desde hacía cinco años, jamás había querido servirse de ella. Su código del honor se oponía por principio al empleo de armas de fuego, a las que definía como el recurso de los cobardes para matar a distancia. Sin embargo, en aquella ocasión, las circunstancias permitían dejar de lado ciertos escrúpulos.
El escenario de una lucha…
«Puso el revólver sobre la mesa y procedió a cargarlo cuidadosamente, alojando una cápsula en cada alvéolo del tambor. Terminada la operación, sopesó un momento el arma en la palma de la mano y después la dejó otra vez sobre la mesa. Miró a su alrededor con los brazos en jarras, fue hasta un sillón y lo movió hasta ponerlo de cara a la puerta. Acercó una mesita y colocó sobre ella el quinqué de petróleo con una caja de fósforos. Tras un nuevo vistazo para ver si todo estaba en orden, fue apagando uno a uno los mecheros de gas de la casa, a excepción del que ardía en el pequeño recibidor que quedaba entre la puerta de la calle y la del estudio; a éste se limitó a cerrarle un poco la llave, hasta que apenas emitió una pálida claridad azulada que dejaba en penumbra el vestíbulo y a oscuras el salón.
Entonces desenvainó el bastón estoque, cogió el revólver y puso ambos sobre la mesita situada frente al sillón. Se detuvo así un rato en las sombras, contemplando el efecto, y pareció satisfecho. Después fue al vestíbulo y le quitó el cerrojo a la puerta.
Silbaba entre dientes cuando pasó por la cocina para llenar una jarra con el café del puchero, y coger de paso una taza limpia. Con ellas en las manos fue hasta el sillón y las puso sobre la mesita, junto al quinqué, los fósforos, el revólver y el bastón estoque.
Encendió entonces el quinqué con la mecha muy baja, llenó una taza de café y, llevándosela a los labios, se dispuso a esperar. Ignoraba cuántas serian; pero tenía la certeza de que, en el futuro, sus noches iban a ser muy largas.”