Cansado de los años, el carcelero de siempre, cubierto por su ya fofo y deslucido uniforme de camisa curtida de mil lavadas, y pantalones de fatigado azul, fustigaba su encorvada espalda abriéndole y cerrando una vez más la vieja y pesada reja que, con su clangclang de años, lo saludaba. Su sonrisa, la del carcelero, el tiempo la fue mostrando cada vez más mustia y sumisa, hasta pincelarla como una mueca triste y sin remedio, resignada a aquel oficio de gotera eterna. El mismo calabozo, las mismas paredes desprolijas de cal, absurdas, sí, las mismas que a él, a Teotiro Bárcenas, lo admitían de nuevo, ignorando su reincidencia. ¿Está usted…