AlPieDeLaLetra

Morir un tísico, saberlo describir…

 

De nuevo penetro como testigo, los muros lúgubres y penosos de la prisión rusa de Siberia, pero hacia mediados de 1850, gracias a la pluma de Dostoievski, quien como dije en otra entrega, la del 25 de enero, estuvo preso en ella en esos entonces. Y hacia esos entonces pude ser trasladado mediante esa fabulosa máquina del tiempo, de la luz, de la vida y de la muerte llamada literatura. En este caso, merced a la novela por éste escrita e intitulada Recuerdos de la Casa de la Muerte, donde vi morir a un miserable recluso víctima de la tuberculosis, echado sobre los trapos y girones más inmundos que pude tener noticia hasta ahora. Preñado de una flema letal para cualquiera, sus escasísimos músculos abdominales contraídos por el rictus de una infinita tos, mantuvieron su cuerpo doblado sobre sí en aquel ritual de muerte. Yo no quería mirar, pero una fuerza morbosa y enfermiza me obligaba a hacerlo; y sin poder renunciar tampoco yo, al pozo de silencio en el cual había caído todo el pabellón, a la espera del último estertor.

Debo acallar todo comentario, salvo el de la necesaria ubicación breve del autor en su contexto: Fedor Dostoievski vivió entre 1821 y1881, habiendo nacido en Moscú y muerto en San Petersburgo. El más profundo novelista de Occidente, en cuanto al tratamiento psicológico de cada personaje, llegando al clímax en obras como Crimen y Castigo, El Jugador o El Idiota, sin querer omitir la densísima novela Los Hermanos Karamasov. De él llegó a decir el filósofo Nietzsche: “Dostoievski, el único psicólogo, por cierto, del cual se podía aprender algo, es uno de los accidentes más felices de mi vida”.

Abandono mi breve comentario y cedo la escritura a Dostoievski:

“Murió a las tres de la tarde de un día claro y seco; el sol lanzaba sus rayos vívidos y oblicuos a través de los empañados y verdosos cristales de la sala; un torrente de luz inundaba a aquel desventurado, que había perdido ya los sentidos y expiraba tras larga agonía. Desde por la mañana empañáronse sus bellísimos ojos y no pudo reconocer a los que se le acercaban… Su respiración era lenta, penosa, profunda, interrumpida; el pecho levantábasele violentamente como si ansiase el aire. Primero arrojó al suelo las ropas de la cama y luego comenzó a arrancarse a jirones la camisa, que resultaba para él un peso insoportable. Sus compañeros se la quitaron. Causaba horror ver aquel cuerpo desmedidamente largo, de manos y piernas descarnadas, de vientre hundido y pecho levantado en el que se dibujaban netamente las costillas como las de un esqueleto. Sobre este esqueleto no quedaba más que una cruz con un pequeño escapulario y las cadenas de las que fácilmente hubieran podido librarse las disecadas piernas que aherrojaban. Un cuarto de hora antes de la muerte se extinguió todo rumor en la sala: los demás reclusos enfermos hablaban muy quedo y andaban en puntillas, cautelosamente, para no turbar aquel silencio lúgubre, sepulcral.”

Hasta allí soportó mi estómago y mi espíritu. Tardía, muy tardía para mi aguante fue mi decisión de dejar el lugar. Agradecí de lejos, bajo la enorme presión de mil ojos reprochándome, la posibilidad brindada por aquel olvidado recluso hoy afamado, mi presencia inútil en aquella pretérita época no obstante similar a la nuestra en algún sentido.

El tiempo es una pluma, una pluma fluyendo que me regresa hasta aquí para contarles. O para decirles: vayan al libro; no se conformen con estas pocas líneas citadas de hoy…

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